domingo, 10 de mayo de 2009

De la degradación de los hábitats

Degradación a dos escalas: por un lado, de nuestro hábitat particular, ese derecho desde hace tiempo reconocido como lujo, inaccesible, por tanto, para muchos, que acaban confinados en "viviendas" que distan bastante de hacer honor a su nombre. Y degradación, por otro lado, del hábitat público de todos nosotros, esa esfera viva que da vueltas, sin prisa pero sin pausa, alrededor del Sol, que tanto nos fascina, sí, pero sobre la cual nos domina un impulso irrefrenable de constante agresión. Entiéndase bien: no es una agresión premeditada, sólo el efecto de un trastorno que nos negamos a identificar: el de no poder parar de producir y consumir masivamente.

Alex Lora aborda el problema de la vivienda en el corto (En)terrados. La degradación a escala genérica la trata Jorge Vallejo de Castro en un corto de animación muy cachondo: ¡Cómo está el mundo, Fermín! Aquí os los dejo. (Veréis que el primer corto, el de Alex Lora, ha quedado algo cortado por la derecha, se puede ver igualmente, pero de todas formas os dejo aquí el enlace a youtube para verlo mejor: http://www.youtube.com/watch?v=2J0NXcgYlDU).




Esta degradación de nuestro hábitat particular y global se acompañaría de la transformación del espacio urbano, propia de la posmodernidad, que, según Frederic Jameson (véase su libro El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado) habría dejado a las personas sin la capacidad de autoubicarse en él y en la sociedad. Los ciudadanos de la era posmoderna son seres a los que, despojados de sus coordenadas espaciales, desorientados, se les ha alterado los "mapas cognitivos", dejándoles inermes de todo pensamiento crítico (condición sine qua non para el mantenimiento del sistema).

viernes, 1 de mayo de 2009

Videoarte de la cuestión del "yo"

Figura fundamental (y casi fundacional) del videoarte, el neoyorquino Peter Campus es conocido, sobre todo, por su obra Three Transitions (Tres transiciones). Producida en 1973, es ya una obra clásica dentro del género. En ella el artista experimenta con su imagen a través de un aparato que era todavía muy incipiente en esas fechas: el vídeo; pero lo que se considera más interesante de la obra es las metáforas que consigue crear acerca de la psicología humana.
Son tres secuencias unidas. En la primera, el artista, situado de espaldas al espectador, realiza un corte en el papel, y al hacerlo atraviesa también su cuerpo. Hecha la apertura, se introduce en ella, pareciendo que brotara de su propio costado. Todo es fruto de la superposición de imágenes.
En la segunda secuencia, el artista, como si quitara el vaho de un espejo, va descubriendo su rostro, solo que en lugar de por el vaho, su rostro estaba oculto por su propio rostro, de tal guisa que el artista parece contar con un rostro de doble capa.
En la tercera y última secuencia, el artista quema su retrato proyectado sobre el papel, una vez ha conseguido que la hoja de papel se asemeje a un espejo.



Pese a que las tres secuencias no fueron concebidas en un principio por el artista como unidad, entiendo que bien podrían ser interpretadas de esa forma. Por qué no ver en el sujeto de la primera escena un sujeto desdoblado, idea que se reforzaría en la segunda secuencia (la del rostro como máscara) en donde el desdoblamiento parece más claro; y que dicho desdoblamiento finalmente es anulado en la tercera y última escena, en la cual la quema de su retrato evidenciaría la victoria de su verdadero "yo".

martes, 28 de abril de 2009

Marisa sin Marisa

Algo angustioso aunque sin dramatismos y no falto de un toque de humor. Es el último trabajo de Nacho Vigalondo.

jueves, 23 de abril de 2009

Argamasilla de Alba, lugar de La Mancha

¿Cuál era el lugar de La Mancha del que Cervantes no quiso acordarse? Las archiconocidas palabras que dan inicio al Quijote han dado lugar a no pocos debates y elucubraciones acerca del lugar que pudiera merecer el honor de ser la cuna del Caballero de la Triste Figura. No en vano, el propio Cervantes invitó a ello: en el final de su novela, dijo no haber precisado el lugar de nacimiento y residencia del hidalgo con el fin de que todos los lugares de La Mancha contendiesen entre sí para tenerle como suyo, tal y como contendieron, dijo, las siete ciudades de Grecia por Homero. Así que, a medida que la obra fue ganando notoriedad, se acrecentó una disputa, sin duda, cargada de romanticismo. Pero lo cierto es que casi todas las teorías señalan al mismo lugar: Argamasilla de Alba.
Azorín tiene un libro, La Ruta de Don Quijote, que se hace eco de esta disputa. El libro es una recopilación de las quince crónicas que el escritor alicantino realizara, por encargo del periódico El Imparcial, y con motivo de la conmemoración (en 1905) del tercer centenario de la publicación de la primera parte del Quijote, siguiendo el itinerario que Don Quijote hiciera por La Mancha.
En líneas generales, La Ruta de Don Quijote supone un agrio retrato de aquellos pueblos y lugares manchegos, y de sus gentes, por los que transitara Don Quijote de mano y pluma de Cervantes. Agrio retrato porque en él se filtra una decadencia brutal. Azorín nos sitúa ante lugares sombríos y gentes abúlicas, de una Mancha pobre, triste, decadente… muerta («las puertas están cerradas; las ventanas están cerradas», escribe repetidas veces Azorín), una Mancha azotada por supersticiones, en la que nunca pasa nada (…«plazas anchas, con soportales ruinosos, por las que de tarde en tarde discurre un perro o un vendedor se para y lanza un grito en el silencio»…), en donde el tiempo parece haberse detenido desde que pasara por allí el ingenioso hidalgo. «¿Cuánto tiempo hace que estoy en Argamasilla de Alba? ¿Dos, tres, cuatro, seis años? He perdido la noción del tiempo y la del espacio; ya no se me ocurre nada ni sé escribir», comenta en una de sus crónicas Azorín. Y más adelante añade: «las horas van pasando lentas; nada ocurre en el pueblo; nada ha ocurrido ayer; nada ocurrirá mañana». Desde Argamasilla de Alba hasta Alcázar de San Juan, pasando por Puerto Lápice, Campo de Criptana o El Toboso el paisaje que se vislumbra es terriblemente gris y monótono.
Si comparásemos estas crónicas con las que componen París bombardeado (otra obra de Azorín, esta vez recopilación de los artículos que escribiera para el ABC de su estancia en París en la primavera de 1918, cuando la ciudad era asediada por los alemanes a fines de la Primera Guerra Mundial) veríamos claro el contraste entre lo que le sugiere París y lo que le sugiere La Mancha. Incluso padeciendo los azotes de la Gran Guerra, París muestra más vida que La Mancha. Y es que, los pueblos manchegos no necesitan una guerra para palidecer, para parecer muertos: a ojos de Azorín ya lo están.
Pero dejemos aparte la fotografía de esa Mancha de principios de siglo y volvamos al tema que nos ocupa. El caso es que la tradición oral sostenía, cuando Azorín pasó por allí, que Cervantes estuvo preso en Argamasilla de Alba, en la Cueva de Medrano, e incluso que fue allí donde inició su novela. De ser así no sería raro que no quisiera acordarse del pueblo. También se decía que Cervantes, a la hora de crear el personaje de Don Quijote se inspiró en don Rodrigo Pacheco, vecino de Argamasilla de Alba y víctima de una enajenación mental.
Por otra parte, no está de más recordar que Alonso Fernández de Avellaneda, en su Quijote de 1614, hace partir a Don Quijote y a Sancho de Argamasilla de Alba. Aunque quizá la teoría más consistente es la que alude a la propia novela de Cervantes, en la que aparecen unas composiciones poéticas que se adjudican a unos “Académicos de la Argamasilla, lugar de la Mancha”. Claro que, si uno mira en el mapa, existen dos Argamasillas, la de Alba y la de Calatrava, y Cervantes no especifica cuál.
Pero Azorín lo tiene claro: Don Quijote sólo ha podido nacer en Argamasilla de Alba. Desarrollando una curiosa ligazón entre las características de la tierra y la psicología de quienes la habitan, Azorín observa que el temperamento de Don Quijote casa a la perfección con el que ha de generar un lugar como Argamasilla que, según lee en Las Recopilaciones topográficas de los pueblos de España, fue fundado por unas gentes que venían huyendo de sucesivas epidemias (por lo que a sus lugareños se les supone genéticamente nerviosos y aventureros) y está condenado por su topografía a ser un pueblo enfermizo (azotado como está por el aire de los vapores que expulsa el agua estancada del Guadiana). El ambiente enfermizo, algo histérico, y propenso a la aventura que se respira en Argamasilla como en ningún otro lugar, debió generar (entiende Azorín) el carácter que tanto caracteriza a nuestro hidalgo más universal.


Aquí dejo la obra digitalizada:

http://www.alcudiavirtual.ua.es/servlet/SirveObras/cerv/01604296092364979660035/index.htm


sábado, 11 de abril de 2009

Una mirada a la ironía y a la tolerancia

Hoy os traigo un extracto de las lecciones que nos impartiera el profesor Antonio Valdecantos acerca de la ironía y la tolerancia.
Ya desde la época clásica, la ironía es concebida como un juego de palabras en donde uno viene a expresar lo contrario de lo que piensa (dándose, así, una disonancia entre expresión y voluntad), pero esto no con el ánimo de engañar, sino más bien con el de mostrar elocuencia en el hablar. Juego de palabras que conlleva, además, una suspensión (provisional) de responsabilidad: quien dice algo irónicamente no lo dice porque lo crea de veras, y esto parece que le inmuniza ante posibles atribuciones de responsabilidad en lo dicho. El ironista se nos presenta así como un hablante privilegiado: al no responsabilizarse de lo que dice, las palabras no le pesan (claro que, entiendo que si bien no puede acusarse al ironista de que crea aquello que irónicamente afirma, siempre se le podrá reprochar que haya hecho uso de la ironía en un momento en que, quizá, no convenía). Conviene subrayar el hecho de que esta suspensión de responsabilidad es provisional, momentánea, mero paréntesis en el discurso que en seguida ha de cerrarse para que tenga sentido y efecto.

En cuanto a la tolerancia, ésta parece exigir la concurrencia de cuatro situaciones: a) como es de suponer, la presencia de un tolerante y un tolerado, b) en donde el tolerante, en desacuerdo con la acción del tolerado, c) y teniendo capacidad para impedir esa acción que desaprueba (para que haya tolerancia ha de poder haber intolerancia), d) decide, no obstante, permitirla (tolerarla).
Ocurre, sin embargo, que nuestra sociedad es muy dada a llenarse la boca de determinados términos, con la consecuente desvirtuación de los mismos que ello suele suponer, y uno de ellos es el de “tolerancia”. A tenor de lo que uno oye por ahí, la tolerancia es vista como un valor más que estimable (ser tolerantes sería casi lo mejor que uno puede ser en la vida), siendo la intolerancia equiparada a la insensibilidad social cuando no a la más absoluta barbarie, cuando en realidad, la tolerancia no implica en sí misma nada positivo ni negativo (será en función de lo que se tolere o se impida el que nuestra acción pueda ser calificada de buena, mala o insignificante desde un punto de vista moral). Ha de quedar claro, por tanto, que la tolerancia no es, de inicio, ni buena ni mala, al igual que ocurre, en general, con casi todos los conceptos que tienen una carga ética o moral.
No obstante esta aclaración, como (entiendo) resulta muy fatigoso aislarse de lo establecido, de lo popular, bien haríamos en tomar en consideración la concepción actual sobre la tolerancia, de tal forma que llamaríamos tolerante no sólo a quien no impide lo que podría haber impedido y no le gusta, sino también a aquel que muestra una buena disposición hacia lo que le es ajeno, hacia valores distintos a los suyos. De esta forma, podríamos distinguir dos tipos de tolerancia según el grado de desaprobación hacia lo que se tolera (nulo o prácticamente inexistente en la segunda forma, que Antonio Valdecantos denomina "tolerancia contagiada", en contraposición con la primera forma, a la que llama "tolerancia inmune"). No obstante, a mí me resultó más claro llamar a la primera forma “tolerancia voluntaria” y, consecuentemente con ello, a la segunda “tolerancia forzada”, en cuanto que supone un esfuerzo para quien la lleva a cabo, y así me referiré a ellas a partir de ahora.
Pero voluntaria o forzada, la tolerancia siempre puede jugar un importante papel en los cambios de creencias. El que actúa con tolerancia no lo hace para cambiar de parecer (ni siquiera ese sería el objetivo que movería al tolerante voluntario), pero ello no es óbice para que al final así suceda. En este sentido, la tolerancia puede resultar un buen procedimiento de traslación de ideas: por medio de la tolerancia hacia creencias distintas, uno podría desligarse de las suyas propias (al menos en parte). Por supuesto, no siempre la acción de tolerar algo dará como resultado un cambio de opinión. La tolerancia en sí misma no implica que uno deje de creer lo que cree, y en muchos casos también ocurrirá precisamente lo contrario: que el tolerar algo sea precisamente lo que refuerce la creencia inicial.
Pero lo importante aquí es el hecho de que la tolerancia actúa de puerta abierta a la posibilidad de que cambiemos nuestras creencias iniciales (independientemente de que ello ocurra o no finalmente y ocurra poco o mucho y, por supuesto, independientemente de que dicho cambio resulte positivo o negativo desde un punto de vista moral). Valiosa por tanto en cuanto rupturista de la moral establecida, la tolerancia se presenta (entiendo) como camino fronterizo entre nuestra cosmovisión inicial y otras alternativas, entre los prejuicios y la verdadera esencia de las cosas. Sólo es cuestión de coger la dirección correcta (que a saber cuál es, claro). Pero más importante que la posibilidad de cambiar de parecer en lo que respecta a un determinado asunto es la posibilidad de cambiar nuestra manera de relacionarnos con lo ajeno. En última instancia, la tolerancia puede hacer del tolerante forzado un tolerante voluntario, si bien, por las mismas (como ya dijimos), la tolerancia también puede acabar por acrecentar el sentimiento de repudio inicial del tolerante forzado hacia lo que decidió tolerar (todo irá en función del grado de familiarización y adaptabilidad del tolerante forzado con la cosa que tolera).

La ironía, por su parte, no deja de ser un falso cambio de creencias. Más al contrario, parece incluso que la ironía viene a reforzar la creencia inicial, pues lejos de involucrarse en el cambio de parecer hace de ello un motivo de mofa. Ahora bien, aparentemente, el ironista actúa por oposición a sus creencias, cosa que también le ocurre al tolerante. Se diría de ellos que actúan de un modo incoherente: el ironista, diciendo lo que no piensa, y el tolerante aceptando lo que no es de su gusto. Lo cierto es que, tanto el ironista como el tolerante, conciben su actuación como un mero paréntesis en su comportamiento habitual (ya dijimos que la suspensión de responsabilidad que traía aparejada la ironía era de carácter provisional). Ocurre, no obstante, que lo que de inicio es tomado no más que como una excepción (en el lenguaje o en el modo de actuar) puede acabar por conformar la regla.
Ya vimos cómo el tolerante forzado podía modificar su juicio hacia la cosa tolerada y cómo ello podía llegar a convertirle en un tolerante voluntario. Al ironista lo que le puede ocurrir es que no sepa poner fin a su ironía, que ésta se extienda hasta un punto que el ironista pierda todo control sobre ella y no sepa de qué esta hablando, y mucho menos si habla o no irónicamente (lo cual no deja, a su vez, de ser irónico, como bien supo ver el escritor romántico Friedrich Schlegel, quien definió la ironía como una “parecbasis permanente”, es decir, como un paréntesis que nunca llegara a cerrarse).
Con frecuencia ocurre que quien está hablando hace un paréntesis para hablar de otra cosa y, aunque tenía la intención de volver rápidamente al tema anterior, la digresión le lleva a otra digresión, y ésta a otra… Pues bien, imaginemos que la interrupción no se interrumpe nunca, que lo que estaba pensado como paréntesis acaba imponiéndose como tema de conversación, el tema del que partió la primera digresión acaba por perderse y uno acaba perdido también por completo, sin posibilidad real de acabar con el disparate en que se ha convertido su discurso. Dejando a un lado lo asfixiante de la situación, hay mucha ironía en ella (más aún cuando todo empezó a raíz de una ironía).
En consecuencia, vemos cómo la a priori provisionalidad que acompaña a la ironía y a la tolerancia (y en la cual éstas se fundamentan) es también ella misma provisional (uno no sabe con seguridad hasta donde le llevará su ironía o su tolerancia) por lo que (considero) es lícito, aunque resulte redundante, caracterizar conjuntamente a la ironía y a la tolerancia por su provisional provisionalidad.

Estas cuestiones relativas a la ironía y a la tolerancia pueden leerse de forma más detallada en el libro La moral como anomalía (Herder, 2007) del profesor Antonio Valdecantos (catedrático de Filosofía Moral en la Universidad Carlos III de Madrid).

jueves, 26 de marzo de 2009

El Prado acoge al hombre del siglo XX

En ocasiones son cabezas sin rostro, o cuyo rostro está desdibujado, deformado… distorsionado, a veces lo que está es roto… como si pertenecieran a sujetos que perdieron su identidad de la mano de un siglo, el pasado siglo XX, que hizo de ellos meros apéndices de máquinas en las cadenas de montaje que ideara Henry Ford (y que tan bien parodiara Chaplin en Tiempos modernos).
En otras ocasiones son cuerpos que parecen estar disolviéndose, con ya sólo media cabeza visible, o bien claramente con media cabeza cortada (¿cuerpos de un siglo que perdió la cabeza?). Estos cuerpos, solitarios, suelen estar como imbuidos en recintos opresores (nunca como en el siglo XX el hombre estuvo tan aislado del hombre), y sus expresiones denotan crueldad y terror.


En fin, figuras desfiguradas, aterradoras o grotescas, con las que Francis Bacon (1909, Dublín – 1992, Madrid), pintor irlandés de personalísimo estilo, representó para algunos, como el filósofo Deleuze, al hombre del siglo XX. La angustia, la incomunicación, la soledad… temas clásicos del siglo XX a los que Bacon no rehuyó.
A Bacon le fascinaba el Prado, fundamentalmente por Velázquez. Ahora es este museo el que le rinde tributo (la exposición permanecerá hasta el 19 de abril).



Buceando por Youtube encontré un vídeo sobre las influencias de las que se sirviera Bacon (con música de Miles Davis). Creo que merece la pena verlo.

jueves, 26 de febrero de 2009

¿Es posible el perdón?

Al perdón podríamos concebirlo como el instrumento que nos hemos dado para, ante la irreversibilidad de las acciones acometidas, poder librarnos en cierta medida de la pesada carga de la culpabilidad. Si entendemos que una expresión del tipo “lo pasado, pasado está” es contraria a la moral pues, como apunta Agamben, “el hombre moral exige la suspensión del tiempo”, entonces sólo el perdón nos rescataría (de un modo acorde con lo moral) de esa suspensión del tiempo.
Pedir perdón es, por tanto, liberador, y lo es por sí mismo, sin necesidad de que nos lo concedan, pues nuestra conciencia no necesita tanto que seamos perdonados como saber que nos arrepentimos por lo que hicimos y que ese arrepentimiento lo hemos hecho público. Ahora bien, no en todas las situaciones uno puede hacer uso del perdón. El perdón es un acto individual que sólo puede ser concedido por quien es víctima directa y solicitado por quien es culpable. Si el que lo solicita no es el culpable, sino que lo representa, o a quien se le solicita no es la víctima, el acto del perdón se tergiversa. A este respecto es muy ilustrativo lo que cuenta Wiesenthal en su obra Los límites del perdón: el autor es un judío superviviente de los campos de concentración nazis al que un oficial de las SS, viendo próxima su muerte, le pide perdón por las atrocidades a las que sometió a otros judíos como él. El autor no le concedió el perdón, tampoco se lo negó; la idea que corría de trasfondo es que él no podía perdonarle en nombre de otros: no tenía derecho a ello.
Pero aun ciñéndonos a las situaciones lícitas del uso del perdón, no es poca la dificultad que encierra su uso, a tenor de lo que expone el filósofo Jacques Derrida. Veamos: si la acción de la que deriva un perjuicio para otra persona no es intencionada, puede darse por perdonada ya desde el momento mismo en que tiene lugar. En este sentido, para Derrida, aquello que es perdonable ya está en el fondo perdonado, de ahí que Derrida hable de un perdón de lo imperdonable, pues si lo perdonable no es si quiera necesario que se perdone, sólo lo imperdonable (aquella acción con la que alguien intencionadamente nos ha perjudicado) puede ser objeto de perdón.
A raíz de esto, uno puede que se pregunte si el perdón es materialmente posible. Si el hábitat del perdón es el de las acciones imperdonables ¿cómo salvar la contradicción? Podría pensarse en el arrepentimiento como fórmula para hacer perdonable lo que en un principio se antoja imperdonable, pero para Derrida esto no es viable, ya que entiende que el arrepentido es (dado su arrepentimiento) una persona distinta a la que cometió deliberadamente la acción que se le imputa, de tal forma que la persona arrepentida no tendría de qué ser perdonada. Así, sólo aquel que no se arrepiente (aquel que simbólicamente repite ininterrumpidamente su falta) podría ser perdonado.
Bajo tales premisas, parece que el uso del perdón se antoja complicado. No obstante, Derrida no dice que el perdón sea imposible, pero sí que su aplicación está sujeta a “soportar lo imposible”: quien perdona lo haría a sabiendas de que lo que perdona es imperdonable (el perdón como lo “hiperbólicamente ético”, que dijera Jankélévitch). Y así llegamos a la genial paradoja que nos ofrece el perdón: sólo en el ámbito de lo imperdonable puede considerarse el perdón.

Aquí os dejo la recopilación de una serie de entrevistas a Derrida. En una de ellas se trata el problema de la imposibilidad del perdón (véase el último apartado, "justicia y perdón"):

http://www.philosophia.cl/biblioteca/Derrida/Palabra.pdf

Este otro enlace os lleva a un vídeo en el que aparece Derrida hablando sobre esta cuestión (en inglés):

http://www.youtube.com/watch?v=FuL6HlLSzyc&hl=es


martes, 24 de febrero de 2009

Junto a "El pensador"

Estos días, y hasta el 22 de marzo, uno puede (sin desembolso alguno) contemplar algunos de los más famosos trabajos de Rodin (El pensador incluido) a las puertas del CaixaForum. Al escultor francés (1840-1917) se le considera uno de los grandes renovadores de la técnica escultórica, fundamentalmente por el extremo realismo que consiguió imprimir a sus obras (baste decir que por su bronce El vencido llegó a ser acusado de haber modelado la figura directamente sobre el cuerpo de una persona viva).

De entre las obras que se exponen está, como decía, El pensador (1880), considerada una de sus obras maestras, y cuya forma fue proyectada para formar parte de un conjunto con el que Rodin pensaba resolver el encargo de realizar una puerta de bronce para el Museo de Artes Decorativas de París, para lo cual se había inspirado en el canto del “Infierno” de la Divina comedia de Dante. El trabajo llevaría por título La puerta del Infierno. Finalmente, el proyecto no cuajó pero, de las formas que empezara a modelar, Rodin sacó la base para hacer esculturas independientes y conjuntos escultóricos. Y así El pensador, que en origen iba a llamarse El poeta, pues representaba a Dante meditando sobre su Divina comedia. Estaría sentado en una roca frente a la puerta, dando la espalda a los personajes de su poema.


Junto a El pensador se expone el conjunto escultórico de Los burgueses de Calais (1895), otro encargo que recibiera Rodin, esta vez con el fin de conmemorar el sacrificio que, allá por 1347, realizaran seis notables de la ciudad de Calais al entregarse a las tropas inglesas de Eduardo III, como modo de salvaguardar la ciudad que sitiara éste en el contexto de la Guerra de los Cien Años.

Supongo que influido por la presencia (imponente) de El pensador alzado ante mí, el caso es que a mí también me dio por pensar: ¿A dónde había ido a ver a Rodin? Mira que la fachada del edificio es sugerente, mira que es interesante lo que allí se expone, se hace y se dice, pero ese nombre... ¿me diréis que no os chirría? La cultura, antítesis por antonomasia de las instituciones financieras, ahora dependiente de ellas, en este caso de La Caixa. Creo que nunca dejará de sorprenderme la capacidad del sistema capitalista para anular (o cuanto menos atenuar la fuerza) de las voces que pudieran resultarle amenazantes.
Pensando en esto me topé a continuación con la escultura de Andrieu d’Andres, perteneciente a Los burgueses de Calais. Justo detrás de ella se podía ver, bien grande, el nombre de CaixaForum acompañado del logotipo de esta caja de ahorros. Por un momento, imaginé que Andrieu d’Andres no desesperaba por su inminente muerte sino por esta cuestión de la entrada de los bancos en el terreno cultural.